Es la hora del recreo, dos alumnas han quedado en una de las calles adyacentes al colegio para “resolver” sus problemas de una vez. La voz se ha corrido entre gran parte de sus compañeros y compañeras, así que, además de las implicadas en el asunto, se han juntado en esa calle un montón de alumnos y alumnas del centro.
La cosa no tarda mucho en estallar, bastan un par de frases para que el forcejeo comience. Mientras ellas se pelean muchos corean a su alrededor, a favor de una o de la otra. Nadie interviene para separarlas. De repente a un chaval se le ocurre sacar el móvil, y comienza a hacer fotos con su cámara. Rápidamente, otros deciden poner en práctica esta idea: “¡he grabado la pelea entera en un vídeo!”
Episodios como el descrito anteriormente no dejan de ser sorprendentes. Vivimos en una sociedad en la que cada vez miramos menos por la ventana para ver el mundo, y lo que hacemos es fijarnos en la televisión para interpretar qué es lo que sucede a nuestro alrededor.
En esa realidad virtual hacia la que se encamina cada vez más nuestra sociedad, las cosas se viven siempre desde la distancia, una distancia mucho más grande que la que separa el sofá de la tele, una distancia que crea barreras y que enseña maneras concretas de ver el mundo y de, por tanto, actuar en él.
Esta realidad virtual nos invita a dedicar mucho tiempo a inmiscuirnos en la vida de gente que jamás conoceremos, de modo que no nos queda tiempo para entablar conversaciones con nuestros vecinos, nos muestra los peligros de la calle en interminables programas de sucesos, de modo que nos atrincheramos en nuestras casas con métodos de seguridad cada vez más sofisticados, para protegernos de unos peligros que nuestros ojos sólo ven en la tele. Una realidad virtual que hace que las cosas se vivan de manera menos intensa, que las edulcora hasta tal punto que ver a dos compañeras peleándose no resulta duro ni desagradable cuando se observa desde la pantalla del móvil.
miércoles, 6 de agosto de 2008
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